A fines de 1971, el boxeador estuvo en Argentina durante 42 horas y combinó una exhibición con un encuentro para el recuerdo.
Es viernes. La noche primaveral ya cayó sobre la Ciudad de Buenos Aires. El hombre terminó su jornada laboral, algo turbulenta, en Villa Crespo y enfila en el auto de un desconocido hacia el sur del conurbano para compartir un asado. El hombre cruza el Riachuelo a través del puente Alsina y recorre unos kilómetros más hasta llegar a una fábrica ubicada a ocho cuadras de la estación de trenes de Lanús. Además del vacío, los chorizos y las mollejas, al hombre lo esperan varias decenas de personas, entre ellas conspicuos personajes del universo sindical. Todo es novedoso para el hombre. El hombre es Muhammad Ali​.

La escena, que parece arrancada de un guión de Diego Capusotto y Pedro Saborido, ocurrió hace casi medio siglo, cuando Ali transitaba el segundo segmento de su carrera profesional, durante el que la estrella del boxeo ​mundial ya convivía con el ícono de la pelea por los derechos civiles de la comunidad negra estadounidense.

El muchacho que había conseguido una medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Roma 1960, el que con sólo 22 años le había arrebatado el título mundial pesado a Sonny Liston en febrero de 1964 y el que un día después había anunciado su conversión al Islam y se había despojado de su “nombre de esclavo” (Cassius Clay) ya no era un muchacho y ya no era campeón.

Su negativa a alistarse en el Ejército estadounidense para participar en 1967 en la guerra de Vietnam le había costado una inhabilitación de 43 meses, que lo había privado de sus mejores días en el ring, y una pena de prisión de cinco años que nunca cumplió, pero que lo obligó a un largo y costoso derrotero tribunalicio hasta que la Corte Suprema de su país anuló la sentencia en junio de 1971.

Cuatro meses después de aquel fallo absolutorio y un año después de su retorno a los cuadriláteros (había noqueado a Jerry Quarry el 26 de octubre de 1970), el hijo pródigo de Louisville, Kentucky, que iba camino a los 30 abriles, buscaba una nueva chance para recuperar los títulos (que había cedido en un escritorio), tras haber fracasado en su primer intento en marzo de ese año ante Joe Frazier, quien lo había vencido por puntos en el Madison Square Garden de Nueva York y le había quitado el invicto.

Pero también intentaba recomponer su economía, afectada por los tres años y medio de parate y por los desembolsos que había tenido que hacer para afrontar el juicio por insubordinación militar y el divorcio de Sonji Roi, su primera esposa.

Esa búsqueda de billetes trajo a Ali a una Argentina convulsionada, en la que el gobierno de facto de la autodenominada Revolución Argentina empezaba a diagramar su retirada y el peronismo, todavía proscripto y con su líder en el exilio, se robustecía y endurecía su posición ante la dictadura del general Alejandro Agustín Lanusse, aunque con un difícil equilibrio entre su rama sindical, las pujantes organizaciones juveniles y las formaciones especiales.

“La guerra revolucionaria que realiza un pueblo en la situación en que estamos es la guerra integral, porque se hace por todos los medios, en todo momento y en todo lugar, buscando dañar siempre al enemigo, cualquiera sea la situación en que se encuentre”, explicaba Perón en Actualización política y doctrinaria para la toma del poder, el documental dirigido por Fernando Solanas​ y Octavio Gettino, cuya primera parte se había exhibido por primera vez tres semanas antes en la residencia de Puerta de Hierro, en Madrid.

Después de unas semanas de descanso tras noquear a su coterráneo y otrora sparring Jimmy Ellis en Houston, Ali se había embarcado en una gira mundial, durante la que realizó exhibiciones de bastante bajo nivel en distintos puntos del planeta como Londres y Milán. Por iniciativa de los empresarios Héctor Méndez (amigo de Angelo Dundee, entrenador del excampeón) y Carlos Spadone, Buenos Aires fue una de esas escalas.

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“No sé exactamente cuánto gano con estas giras. En la opinión de un hombre común, debe ser bastante; pero comparado con todo el dinero que perdí en los tres años y medio que pasé sin boxear, es poco, muy poco”, explicó Ali tras su arribo a Ezeiza el 4 de noviembre de 1971 a la tarde. Desde allí partió hacia el Alvear Palace Hotel, donde estuvo alojado durante su estadía de apenas 42 horas.

Al día siguiente, la agenda del monarca sin corona estuvo apretada: brindó una conferencia de prensa en el hotel; compró cuadros en la galería Velázquez, en Retiro; visitó la sede del Centro Islámico de la República Argentina, en San Cristóbal; y participó de la grabación del programa Los doce del signo, que conducía el astrólogo Horangel, que se emitía por el Canal 9 de Alejandro Romay y en el que el invitado era interrogado por doce personalidades del mundillo artístico y del espectáculo, una de cada signo del zodiaco.

Ese mediodía, antes de almorzar bifes con ensalada junto a ellos, brindó una entrevista a dos redactores del diario La Opinión: Osvaldo Soriano y Victoria Walsh, la hija mayor del periodista y escritor Rodolfo Walsh, quien moriría combatiendo con tropas del Ejército durante un operativo en Villa Luro, en septiembre de 1976.

“Los negros necesitan una revolución cultural, de dignidad, de autoconocimiento, de respeto hacia las mujeres. La revolución que necesitan no se gana con las armas”, afirmó en esa charla, al ser consultado sobre el accionar de la organización Panteras Negras en su país. También dio a entender que pronto abandonaría el boxeo: “Dios no creó al hombre para la violencia, para recibir puñetazos. Por eso no voy a pelear más. Estoy decidido a no herir ni matar a nadie”.

A la noche llegó el momento de la exhibición en el estadio de Atlanta​, donde la concurrencia no alcanzó los números que la organización esperaba. Si bien el magnetismo de la figura que iba a trepar al cuadrilátero era indudable, el nivel de oposición con que se encontraría y el grado de seriedad de la propuesta no terminaron de seducir al potencial público.

Ali guanteó primero cinco rounds con Jimmy Summerville, uno de sus sparrings, quien cuatro años después, mientras intentaba hacerse un lugar en el pugilismo profesional, sería asesinado por un policía cuando trataba de huir tras un robo en un supermercado. Summerville, a quien el diario La Nación describió como “fornido y adiposo remedo de boxeador” y “tosco en apariencia y movilidad”, fue casi un blanco fijo para que la estrella de la velada se luciera.

Luego el estadounidense se midió otros cinco asaltos con el marplatense Miguel Ángel Páez, campeón argentino pesado y luego rival de George Foreman (fue noqueado en mayo de 1972), quien le ofreció una oposición algo más dura. De todos modos, el espectáculo no conformó a la concurrencia y algunas personas que estaban en las cabeceras saltaron los alambrados, se acercaron al ring side y al final de la exhibición invadieron el cuadrilátero mientras volaban trompadas, sillas y otros objetos.

Cuando las escaramuzas se iban extinguiendo, Ali salió del estadio en un auto que lo llevó hasta la avenida Pavón al 5.300, en Lanús Oeste, donde se encontraba la fábrica de Kelinda, una novedosa lana de acero que llevaba detergente incorporado. En el lugar, propiedad de los hermanos Carlos y Lorenzo Spadone, lo esperaban alrededor de 100 personas, entre dirigentes sindicales, empresarios y dirigentes políticos, reunidos en un espacio bautizado como el Quincho de la Cordialidad.

Entre los participantes de la tertulia estaban Lorenzo Mariano Miguel, quien había asumido como secretario general de la Unión Obrera Metalúrgica en reemplazo de Augusto Timoteo Vandor tras el asesinato del Lobo en junio de 1969; y José Ignacio Rucci, secretario general de la Confederación General del Trabajo, a quien le quedaban 23 meses de vida antes de que 23 disparos lo hicieran caer en la puerta de la casa de una de sus cuñadas, en Flores.

La velada fue más animada que la de Atlanta. Ali comió chorizo y bebió vino, conversó con todo aquel que se le acercó, con la asistencia de un traductor y con el peronismo como tema central, y hasta disputó una pulseada con Rucci. La leyenda cuenta que el dirigente le reveló su intención de crear una organización sindical de boxeadores (Boxeadores Argentinos Agremiados terminaría formándose en 1975). “Eso no existe en ninguna parte del mundo”, le dijo el excampeón. “El peronismo tampoco”, remató el líder de la CGT. Antes de volver al hotel, el púgil recibió de manos de Carlos Spadone una estampita de San Benito de Palermo, un santo negro.

A la mañana siguiente, con la panza y los bolsillos llenos y el corazón contento, Ali regresó a Estados Unidos. Apenas 11 días después, volvió a combatir, pero esta vez en serio: derrotó por puntos en fallo unánime a Buster Mathis en el Astrodome de Houston. Tendrían que pasar tres años y otras 12 peleas hasta poder recuperar el título mundial, frente a Foreman el 30 de octubre de 1974, en Kinshasa, Zaire.

Esa no fue la única visita de Ali a Buenos Aires: retornó en mayo de 1979, cuando estaba transitando los últimos días de su tercer reinado (anunciaría su primer retiro y dejaría vacante la corona un mes después) y los síntomas de Parkinson empezaban a evidenciarse.

Invitado por la revista El Gráfico, que celebraba sus 60 años, y por Canal 13, administrado entonces por la Armada, fue agasajado sobre el ring del Luna Park junto a Nicolino Locche, Víctor Galíndez, Horacio Accavallo, Miguel Angel Castellini, Miguel Angel Cuello y Hugo Pastor Corro.