El recuerdo de lo que representó para el tenis argentino y lo que provocaba en el mundo; un talento irreemplazable; el lunes se cumple el aniversario.
illermo Vilas luchaba quijotescamente contra el paso del tiempo, José Luis Clerc iniciaba el camino descendente, mientras Martín Jaite y Horacio de la Peña protagonizaban el nuevo clásico. La Argentina ya había perdido su primera final de la Davis, los títulos de Grand Slam eran de absoluta pertenencia del Gran Willy (4) y la máxima referencia histórica entre las mujeres seguía siendo Norma Baylon (top 5). Pero ese junio de 1984 algo fue diferente.
Flaquita, morocha, con trencitas o con pañuelos devenidos en vinchas, Gabriela era un ángel en París. Con 14 años recién cumplidos, su talento cautivaba. Y cuando coronó esa irrupción con el título junior de Roland Garros, venciendo a rivales hasta cuatro años mayores, estaba lista para dar el salto que su tenis pedía irrefrenablemente.
Desde entonces hasta su retiro pasaron 12 años. Fue la mejor tenista argentina. Admirada en el mundo. Amada en algunas ciudades, como Roma, Nueva York y Tokio. Lejana de los conflictos. Cosechó 27 títulos, incluido el US Open 90, y la medalla olímpica plateada en Seúl 1988. Como otros cracks del deporte argentino, también recibió críticas y cuestionamientos y se la empezó a extrañar horrores cuando dejó la raqueta. Hubo tiempos en los que fue la bandera argentina en las segundas semanas de los Grand Slams, que asomaban como una barrera infranqueable para el resto. Otro nivel.
Sabatini era mágica. No le pegaba a la pelota: jugaba al tenis. Y no necesitaba interactuar con el público para generar ovaciones: le bastaba con su ángel y un tenis seductor, en especial un revés de colección. Eran tiempos de Martina Navratilova y Chris Evert, protagonistas de un duelo excluyente por el 1 y los Grand Slams. Surgía una cara nueva. No le costó demasiado captar la atracción de las cadenas norteamericanas. Fue en abril de 1985. Ni siquiera había festejado los 15. Sobre el clay de Hilton Head, la lluvia entorpecía su programa de partidos. Y de pronto se encontró, un domingo por la mañana, set abajo contra Pam Shriver (3 del mundo). Le dio vuelta el partido por los cuartos de final. Una hora después, derrotó a la búlgara Manuela Maleeva, otra top ten, y llegó a la final. Perdió con Evert (6-4 y 6-0), pero todos hablaban de la chiquita que jugó casi tres partidos en un día y que hasta le dibujó una Gran Willy a la preferida del público norteamericano. Un mes más tarde, fue semifinalista de Roland Garros, pero no en juniors, sino en mayores. Una aceleración de F. 1.
Mayo de 1992. Entró en la cancha central del Foro Itálico y no lo podía creer. «Benvenutti a Gabylandia», «Reina di Roma», eran algunas de las leyendas de las banderas en las tribunas. ¡Hasta canciones le hacían los italianos! «Me siento como si fuera uno de los personajes de Disney», dijo risueñamente aquella vez, casi ruborizada. Y así como Tokio fue escenario de su primera conquista profesional en 1985, Nueva York la marcó a fuego por sus tres gritos: el Abierto 1990 y los dos Masters (1988 y 1994) y estableció una relación indestructible con la gente. Sea en Flushing o en el Madison. El amor del neoyorquino fue siempre un tesoro en la vida de Gaby.
Cabe preguntarse qué pasaba puertas adentro, en la Argentina, para que el afecto tuviese algún reparo, habida cuenta de lo que despertaba Sabatini afuera. Ni siquiera fue su participación retaceada en la Fed Cup. La cuestión pasó por otro lado. Tan grande fue su talento que su ruta derivó en lo obvio: la posibilidad de ser la N° 1. Disfrutó del tenis hasta que las presiones comenzaron a minar su cabeza, las emociones y la resistencia. No fue 1. Sí la N° 3, aunque no equiparables con estos tiempos. Además de entrar en escena en la era de Navratilova y Evert, Sabatini compitió (y les ganó) con monstruos como Steffi Graf y Monica Seles, que sí llegaron al tope del ranking, y con otras grandes jugadoras: Arantxa Sánchez, Conchita Martínez, Mary Joe Fernandez, Jana Novotna, Lindsay Davenport, Helena Sukova y Maleeva. Incluso, hasta llegó a jugar contra Jennifer Capriati y Martina Hingis, prodigios de los 90. Fue 3° en tiempos durísimos. Y tres veces pudo direccionarse a la cima: en 1991, cuando estuvo a dos puntos de ganar Wimbledon (ante Graf); en 1992, cuando se puso 4-2 en el 3° set de la semifinal de Roland Garros con Seles y no pudo con la arremetida de la yugoslava, y sobre todo en 1993, cuando sufrió, también en el abierto francés, la derrota que hirió mortalmente su carrera ante Mary Joe. Fue tras estar 6-1 y 5-1, con baile incluido, en los cuartos de final, cuando se desató un suplicio de doble faltas que alteró su mente y dejó en crisis para siempre un golpe determinante como el saque. Cualquier victoria en uno de esos tres partidos la hubiera impulsado a pelear por el 1 contra grandes que no prestaban el liderazgo.
Siempre contenida familiarmente por sus padres (Osvaldo y Beatriz) o por su hermano (Osvaldo), también con coaches latinos que la hicieron sentir a gusto en las largas giras (el brasileño Carlos Kirmayr fue el que sacó lo mejor de su tenis), Sabatini dejó de divertirse ese día en París y sus dos últimos años fueron un electrocardiograma de sensaciones y de vivencias. Su último pico de excelencia, inolvidable, y en el Madison, fue en 1994. El destino le regaló, como una suerte de homenaje, despedir en su debut de ese Masters a Navratilova y ganar luego el torneo. Todos pensaron en el renacer de alguien que apenas tenía 24 años. Fue su última sonrisa plena, superior en dimensión y significado al trofeo en Sydney 1995 que cerró su nómina de títulos. Dos años más tarde, también en Manhattan, sin raquetas, anunció su retiro. Sin retorno. Sabatini mujer iniciaba una nueva etapa en su vida. Con proyectos y desarrollos empresariales, como su línea de perfumes: tanto fue lo que provocó en la gente que algunas de sus fragancias eran furor en Alemania, la tierra de la mismísima Graf. También se abocó a viajar por el mundo, pero ya sin olor a tenis, y desarrolló una nueva pasión: la bicicleta. Sin abandonar su bajo perfil de siempre ni la solidaridad que lleva en el corazón y comparte sin estridencias.
Gabylandia nunca volvió a ser lo que era. Algunas exhibiciones muy informales la reencontraron con los aplausos y el cariño que nadie le regaló. La reina del corazón y su ángel tenístico lo justificaban. Veinte años después, sigue siendo irremplazable.