El 14 de septiembre de 1923, el «Toro Salvaje de las Pampas» estuvo 17 segundos en la gloria en un combate que se quedó con un gran retazo de historia.
14 de septiembre de 1923. La leyenda asume que fueron 17 segundos. De pronto, nada más que dos seguían sobre el cuadrilátero; faltaba el protagonista estelar.
Desparramado sobre las máquinas de escribir de los periodistas del ring-side, Jack Dempsey desesperaba en su intento de recomponerse y regresar al combate. El campeón mundial de todos los pesos, el deportista de mayor fama del planeta, no podía comprender que ese tosco gigante –que él había derribado siete veces en los anteriores dos minutos- estuviera en el medio del ring con la única compañía del árbitro.
17 segundos, 7 más que los necesarios, en los que por primera vez un argentino estuvo en la cima del mundo deportivo.
Luis Ángel Firpo, el Toro Salvaje de las Pampas, esa noche que tiró a Dempsey del ring estuvo a segundos de la gloria. Fue la primera gran pelea del siglo.
A fines de la década del 50, cuando una de las recurrentes crisis argentinas inquietaba a las principales personalidades yanquis, Richard Nixon (por entonces vice-presidente de Estados Unidos) en medio de uno de sus frecuentes ataques de ira, farfulló: «Allá abajo, todavía creen que Firpo ganó».
Damon Runyon – quien junto a Ring Lardner y Red Smith constituían las voces canónicas del periodismo escrito yanqui- influido por un reciente viaje por España, al observar sobre el ring a esa mole de carne y músculos, con el rostro cubierto por la sangre que manaba de su ceja derecha, que embestía con obstinación con la cabeza gacha a sus rivales bautizó a Firpo como «el Toro Salvaje de las Pampas».
Por esos tiempos, todo boxeador que se preciara de tal, debía ostentar algún apodo llamativo; los cronistas habían tentado suerte con los obvios «El Ángel demonio» , «El hombre de las cavernas», «El gigante primitivo», hasta que Damon Runyon perpetuó el «Wild Bull of the Pampas».
La campaña de Firpo en Estados Unidos empezó en clubes de mala muerte, con bolsas muy exiguas. Pero su estilo agresivo y su habilidad para negociar, hicieron que el dinero cobrado por cada pelea se multiplicara exponencialmente.
Luego de una resonante victoria frente Bill Brennan, el siguiente escollo del argentino fue un ex campeón del mundo, Jess Williard. 102.000 espectadores (cifra récord hasta ese momento) concurrieron a vibrar con la denominada Batalla de los Gigantes.
El enfrentamiento generó una expectativa tal, que dio lugar a un fenómeno que asolaría por años a los espectáculos deportivos en USA. La ansiedad por saber cuál sería el gigante que amenazaría el cetro del indestructible Jack Dempsey quedaría comprobada con la aparición de los Gate-Crashers, aquellos espectadores -por lo general inmigrantes italianos amantes del deporte y de escasos recursos económicos- que poco antes de comenzar el evento se agolpaban en las entradas del recinto y pujaban hasta hacer ceder las barreras establecidas por los controles, y así ingresar sin el ticket correspondiente.
Un contundente KO8 instaló definitivamente la imagen de Firpo. Sólo por la pelea la cosecha económica fue de U$ 96.000; con las publicidades, los derechos de filmación, las apariciones promocionales y las permanentes exhibiciones, triplicaba esos ingresos.
El otro gran talento de Firpo fue su capacidad para hacer dinero. Luego de su retiro se convirtió en estanciero y empresario automotriz, entre otras actividades. Ring Lardner al esbozar una semblanza del Toro Salvaje, lo define: «Firpo, parsimonioso en una escala heroica, fue el genio solitario financiero más espectacular y excepcional que el boxeo haya conocido alguna vez».
Su rival en la Pelea del Siglo, Jack Dempsey, jamás usó la típica bata de boxeador. La consideraba un ornamento poco viril y demasiado vistoso; subía al cuadrilátero solamente con un viejo sweater gris anudado en su cuello.
Macizo, veloz, contundente, feroz, poseedor de una fortaleza mental granítica, capaz de lanzar golpes de una precisión, voracidad y violencia inusitadas. Jack Dempsey era EL deportista del momento. Hacía ya más de cuatro años que era campeón del mundo de los pesos pesados, sin que nadie pudiera poner, siquiera, en dudas su cetro.
Recién en la década del 60, con el estremecimiento ocasionado por Muhammad Ali, vería peligrar su lugar en el podio del Olimpo Deportivo Norteamericano. Hasta la irrupción de Alí, sólo Dempsey, Joe Louis, Babe Ruth y Jesse Owens eran casi los únicos habitantes de esa galería de personajes con algo de héroes mitológicos y prácticamente inexpugnables.
En medio de las ásperas negociaciones para concretar el combate Dempsey-Firpo, una oferta recibida desde Buenos Aires conmocionó el ambiente: ofrecían 500 mil dólares a Dempsey para que pusiera en juego su corona en el estadio de Sportivo Barracas. «Eso sólo significa que estos personajes latinos tienen suficiente dinero como para enviar un telegrama», concluyó el manager del campeón y desechó el ofrecimiento.
Muchísimos argentinos siguieron las alternativas de la pelea en la calle. O esperaban que se encendiera, por fin, la luz verde -que indicaría la victoria del argentino- del faro del flamante Pasaje Barolo, o aguardaban el sonido triunfal de la sirena del diario » La Prensa». Otros recibían las noticias en el patio de una casona en la que algún familiar o vecino solícito lograba arrancarle a la única radio galena del barrio.
Lo curioso es que este evento que impidió dormir a funcionarios y pobladores, que paralizó a la ciudad, estaba prohibido en nuestro territorio. Recién el 28 de diciembre del 23 y bajo la égida de la gesta de Firpo se promulgó la Ordenanza Municipal habilitando los espectáculos de box en Buenos Aires.
Fue canonizado como Padre del Boxeo Argentino no solo por su decisiva influencia en la legalización de esta práctica deportiva: a partir de su irrupción el boxeo se popularizó de manera notable. Tras Luis Ángel Firpo surgieron las masas y desapareció la oligarquía.
El boxeo se mudó de los exclusivos clubes privados o de los jardines posteriores de los palacetes de Belgrano, hacia los grandes estadios, los clubes de barrio, las tapas de los diarios, la fascinación de los jóvenes y los estaños del café de la esquina.
Esa posta es la que Justo Suárez, El Torito de Mataderos, tomaría en años siguientes, aunque con otros matices. Suárez dio entrada a otro tipo de fenómeno: el ídolo sonriente, cercano, accesible, hecho a imagen y semejanza de ellos mismos.
LA PELEA DEL SIGLO
La escritora Joyce Carol Oates escribió: «Un brillante combate de boxeo, vertiginoso en sus movimientos, en el que las cosas suceden a una velocidad mucho mayor de la que la mente es capaz de absorber, puede tener la fuerza que Emily Dickinson atribuía a la gran poesía: ‘sabes que es grande cuando te vuela la cabeza’. La pelea Firpo-Dempsey está ahí para demostrar cuánta razón tiene».
UNO, el campeón del mundo, estaba por zarpar hacia Europa a cosechar los merecidos honores por su gran victoria ante George Carpentier. El otro, un ignoto sudamericano con apenas una pelea en USA, fue con decisión al encuentro de Dempsey. Comenzó expresándole su admiración y concluyó por advertirle que alguna vez, no en mucho tiempo, tendría que poner en juego su corona frente a él. Tras la traducción de rigor, el séquito de Dempsey estalló en sonoras carcajadas. Corría abril de 1921. Fue la primera vez que se vieron cara a cara.
DOS años después, con el mítico Polo Grounds con su capacidad rebalsada, Luis Ángel Firpo ataviado con su legendaria bata de cuadros enormes se disponía a enfrentar al Campeón del Mundo. El rincón del argentino estaba al mando de Horacio Lavalle, un compatriota amigo íntimo del boxeador, que lo que en realidad hacía era transmitir las minuciosas indicaciones enviadas por Félix Bunge desde Buenos Aires. Bunge, quien no acudió al combate por no poder desatender sus campos y múltiples negocios, elaboró voluminosas carpetas - ilustradas con cientos de fotos sacadas en el jardín de su casona con dos boxeadores aficionados como modelos- con el fin de detallarle a Firpo cuál debía ser su plan de pelea: se trata, sin el menor lugar a dudas, de la más bizarra dirección técnica de la historia del deporte universal.
TRES minutos de furia, salvajes. Tres minutos como nunca más se vieron. Tres minutos épicos. Los tres minutos más memorables de la historia del boxeo moderno. Se suele decir que el primer round es el de «estudio» donde los protagonistas, por lo general, no asumen riesgos, analizan los movimientos del rival con precauciones. Nada de eso realizaron Firpo y Dempsey. Apenas escucharon el gong inicial, los dos boxeadores, salieron a batirse sin contemplaciones; no dejaron el menor resquicio para la especulación. Cambiaron golpe por golpe con ferocidad. Los 85.000 espectadores no daban crédito a lo que observaban. Aquel que se inclinó, en busca de reparo del viento, para encender un cigarrillo con el que acompañar el match principal, seguramente habrá dejado de ver alguna caída. El combate exigía una atención constante, no se podía ni por un segundo quitar los ojos del cuadrilátero. Tanto fue así, que apenas transcurridos los primeros 30 segundos ambos boxeadores ya habían rodado por la lona. El primero en caer fue el norteamericano, luego que Firpo asestara uno de sus terribles mandobles sobre su sien izquierda. A partir de ese momento Dempsey, enceguecido por su orgullo y con sus admirables piernas de aliadas, hostigó sin cesar al argentino. Se transformó en un huracán y puso en la lona a Firpo en siete oportunidades; algunas de ellas pasando por encima del reglamento y en una en particular (literalmente) por encima de su rival.
«CUATRO veces le gané; él a mí, una sola» declaró Firpo ante su biógrafo Horacio Estol. Algo de razón tenía: Dempsey en el transcurso de ese primer round cometió cuatro infracciones ostensibles, algunas de las cuales - no todas- debieron haber traído aparejada su descalificación, de no contar con la parsimonia de un árbitro venal. El primer knock-down de Firpo se produjo por un golpe recibido mientras el árbitro, luego de haber separado a los dos boxeadores de un clinch, le estaba hablando. En ninguna de las siete veces en que cayó nuestro peleador, el campeón del mundo respetó aquella regla que ellos mismos habían aceptado en los vestuarios: jamás se dirigió hacia el rincón neutral a esperar que Firpo recibiera la cuenta de protección; se quedó parado al lado de su oponente caído para seguir con el castigo apenas se levantaba y en una de ellas le pegó cuando aún no se había incorporado de la lona. Tras esa pelea, esta regla fue incorporada al reglamento del boxeo. La tercera infracción, la más conocida, la más comentada, la más lamentada por los argentinos, fue la asistencia que recibió Dempsey para regresar al ring, subvirtiendo la regla cuarta impuesta por el Marqués de Queensberry cuando estableció las normas modernas de este deporte, y todo ello durante el tan mentado lapso de los 17 segundos. Por último, cuando sonó la campana que puso fin a ese frenético primer round, mientras Firpo se dirigía maltrecho a su rincón, Dempsey le asestó dos furibundos derechazos en su nuca.
CINCO veces se lo repitió Dempsey a los periodistas argentinos que concurrieron, en 1954, al asado que en su honor organizó Luis Ángel Firpo en una de sus estancias de Rosario. Insistía en que luego de recibir el primer golpe, aquel que lo tirara a los diez segundos del combate, quedó groggy, obnubilado y comenzó a ver doble. Esa quinta vez, el gigante argentino, que hasta el momento había asistido a la improvisada conferencia de prensa en silencio con una leve sonrisa dibujada en sus labios, reaccionó con vehemencia. Algunos de los hombres de prensa que sabían del carácter hosco de Firpo se alarmaron. «No le crean, eztá diziendo macanaz. Zi veía a doz Firpoz, ¿me quiere dezir como hizo ziempre para azertarme a mí, al verdadero?» bromeó, ceceoso como era y retomó su silencio y su sonrisa, ante la carcajada general.
SEIS golpes consecutivos, desmañados y efectivos, potentes y poco ortodoxos, telegrafiados y feroces que arrinconaron al campeón del mundo. En el momento en que todos suponían que la suerte estaba echada, el combate tuvo un vuelco dramático. ¿Cómo era posible que ese argentino que desde que la pelea había empezado pasó más tiempo en la lona que de pie, tuviera fuerzas aún para lanzar golpes? Dempsey intentaba superar el acoso pero cada mazazo de Firpo lo acorralaba más contra las cuerdas. Hasta que, de forma súbita, salió en vuelo raso por entre las sogas para aterrizar en la segunda fila del ring-side. El periodista Jack Lawrence no entendía por qué esa noche, en el Polo Grounds, llovían desde el cielo campeones del mundo, mientras decidía qué levantar primero: al «Asesino de Manassa» o a su querida máquina de escribir que el campeón había destrozado tras su vuelo, al caer sobre ella y su dueño. Luego diez, veinte, treinta manos devolvieron a Jack Dempsey al ring donde lo esperaba un Firpo ansioso y jadeante y un árbitro inmóvil y asustado.
SIETE segundos más que los necesarios. 17 segundos en total pasaron desde que el campeón de la máxima categoría hiciera su mutis y la - poco digna para su investidura- entrada al ring gateando. El árbitro de la pelea, Johnny Gallagher, no empezó a contar desde que Dempsey saliera despedido por entre las cuerdas; sólo lo hizo cuando este volvió a tocar el ring. De haber comenzado la cuenta cuando correspondía, Firpo hubiera sido proclamado vencedor. Pero el referí norteamericano permaneció inerte e ignoró la cuenta iniciada por el time keeper, superado por el asombro y las recomendaciones-órdenes recibidas antes del combate.
OCHO años después de haber estado en boca de todos, el árbitro Johnny Gallagher se suicidó en la habitación de un hotelucho de Brooklyn. En los días posteriores a la pelea la prensa de Nueva York lo fustigó con dureza por su actuación; como corolario de esta situación la Comisión de Box le retiró la licencia y nunca más volvería a dirigir. Fue desde entonces que comenzó a vagar por los gimnasios de la ciudad hundido en el alcohol y la depresión, que lo llevaron, en 1931, a pegarse un tiro. En nuestro país, Gallagher inauguró una peculiar galería de personajes odiados y demonizados, a la cual - con el transcurso de los años, los fallos dudosos y nuestras frustraciones deportivas- fueron ingresando, entre otros, Kreitlen , Codesal, Collina y el griego Pitsilkas.
NUEVE caídas en poco más de un round y medio soportó Firpo; sin embargo, le bastó con esa tormenta de empellones y golpes inarticulados surgida de su coraje indómito y sus puños de acero para lograr el ingreso a la Historia. Julio Cortázar en «El noble arte» escribió: » Sí, Firpo tuvo su hora inmortal de tres minutos y además reglamentariamente ganó la pelea, pero con esa manía que tiene la verdad de suplantar a la ilusión, en los otros tres minutos Dempsey demostró hasta que punto era capaz de resistir el doble efecto de un uppercut seguido de un viaje de ida y vuelta al ring side, y empezó a demoler la pared de ladrillos hasta no dejar más que un montoncito en el suelo con quince millones de argentinos retorciéndose en diversas posturas y pidiendo entre otras cosas la ruptura de relaciones, la declaración de guerra y el incendio de la embajada de los Estados Unidos. Fue nuestra noche triste».
Con idénticos niveles de coraje, entrega y deterioro, al comenzar el segundo round, Dempsey puso las cosas en su lugar. Impuso su mayor calidad; derribó a Firpo en dos nuevas oportunidades. En la segunda, ocasionada por un veloz cross de derecha, por fin el árbitro pudo completar la cuenta, tantas veces iniciada en los últimos cinco minutos, y mientras hacía flamear su brazo derecho, gritó con alivio… ¡OUT!