Diego Armando Maradona se nos fue a los 25 días de haber cumplido 60 años, una edad de relativa juventud en una era de creciente expectativa de vida y sin embargo sobrecargada al extremo.
Por Walter Vargas
El inusitado 2020 de la pandemia se llevó al ídolo más popular de la historia del deporte nacional en un contexto cuya complejidad y desdicha se corresponde con las más oscuras profecías de la argentinidad trágica: solo de toda soledad, en una habitación improvisada a merced de una mímica de cuidado genuino y en el centro de una letal telaraña de hipocresía, desidia y crueldad.
Así se marchó Diego Armando Maradona, así se nos fue a los 25 días de haber cumplido 60 años, una edad de relativa juventud en una era de creciente expectativa de vida y sin embargo sobrecargada al extremo, de orilla a orilla entre las carencias y el glamour, placeres costosos, la cresta de la ola, los cuarteles de invierno y un tobogán cifrado por afectos de lazo roto, pulsiones tóxicas y melancolías sin retorno.
Ya sabíamos, puesto que la del ser humano es también la historia de un par de certezas sombrías, que todos somos mortales y que no hay perfección en la muerte, pero desconocíamos que tan luego Maradona, «El Diego de la gente», se aproximaría al suspiro último y definitivo de la forma que en que la vida lo confrontó y lo castigó.
Sin la compañía de ninguna de sus mujeres amadas en general y de la última en particular (¿Rocío Oliva?), sin sus hijos, sin sus amigos, sin sus compañeros de travesía futbolera o del orden que fuere, ni de una sola de las personas más significativas de su derrotero existencial.
Nacemos solos y morimos solos, admitido, pero por inapelable que sea la metáfora, siempre puede emerger un islote de acompañamiento, de sostén y de bálsamo, dispensas de la vida o del destino de las que Maradona careció.
Y si es por carecer, también careció de una despedida que merecía con holgura, a pesar de los pesares y de sus pesares, a pesar de sus errores, de sus gestos fallidos o impropios: a pesar del lado oscuro de su luna, que ni por asomo fue el elemento más relevante en el inventario de su vida.
Había soñado con ser embalsamado o en todo caso que a ninguno de sus idólatras se le negara la posibilidad de despedirlo, de honrarlo con una mirada, una palabra, un gesto de conmovida y encendida gratitud, pero la impronta de sus ceremonias póstumas resultó apresurada, precipitada, caótica y, por extensión, incompleta.
En cierta medida, el universo extra argentino, de norte a sur del planeta (ni hablar del sur de la desconsolada bota napolitana) se abocó a despedirlo con mayor entidad, con más detalle y mejor gusto: doler, duele, pero es la verdad.
¿Habrá margen, tiempo y espacio para un acto de reparación?
Quién sabe: los grandes exponentes de la historia de la humanidad reposan en la eternidad de una localización geográfica de acceso sencillo y acorde: ¿Por qué no abogar por un Maradona de mausoleo?
Se dirá, con asidero, que en Bella Vista su cuerpo remite a una vecindad con el de sus padres, pero Maradona trascendió de forma sideral la sola condición de hijo de doña Tota y don Diego.
¿Fue el mejor futbolista de cuantos ha habido o uno de los mejores? Qué más da. Con independencia de cómo lo considere el autor de estas líneas (menos completo que Pelé, menos perfecto, pero más bello, y nada hay más perfecto que la belleza en grado sumo), así fue considerado.
Maradona: el hombre del fuego que doró sus panes más crocantes dentro de la cancha y el del fuego de los placeres terrenales que consumió y lo consumieron
Y si por ser considerado, asimismo deidad universal, ídolo químicamente puro: portador de dones que no se venden en los bazares, trébol de cuatro hojas, rara avis virtuosa, luminosa y carismática capaz de resistir las analogías con los otros gigantes del deporte argentino.
Demasiado español Di Stéfano; demasiada sobriedad en el tono agrícola ganadero en Fangio; Guillermo Vilas muy replegado en los vericuetos de su propio Yo; Carlos Monzón más áspero que chispeante; Emanuel Ginóbili cómodo en su ropaje políticamente correcto y Messi entre el Cielo y el Invierno de su refinada asepsia.
Maradona: el hombre del fuego que doró sus panes más crocantes dentro de la cancha y el del fuego de los placeres terrenales que consumió y lo consumieron.
Maradona y el Diego un solo corazón, indiscutible gema de esa suculenta abstracción llamada argentinidad, animal futbolero, virtuoso, vicioso, copioso y político, pero sin rango homologable con las máximas sanmartinianas o las verdades peronistas.
Sideral como fue, como es y será, héroe del sur identificado e identificable con los desposeídos, no hay testimonio estricto de una doctrina maradoniana ni tampoco un ideario futbolero de cuño maradoniano: fue ocurrente, pirotécnico y sentencioso, pero las exuberancias no cancelaron las insuficiencias.
Maradona fue lo que fue: un sabio de 105 x 70 cuyas destrezas, que iluminaron de norte a sur del planeta, nacieron y murieron con él. Su babel de haceres y decires perviven en YouTube, en los portales, en la memoria, en el recuerdo, en la potestad de la siempre arbitraria vara de las interpretaciones… y en el bronce.
Maradona ya no está entre nosotros. Pulsa, eso sí, el expeditivo crepitar de la hoguera de las vanidades y los intereses, los reproches, las verdades a medias, descontadas o inferidas, el sombrío carnaval de los leguleyos, la sugestiva vacante del portador de la entidad moral necesaria como para lanzar la primera piedra, la compartida y unánime tentación de pagarle con el atroz destino de Túpac Amaru.
Fuente: Deportes Telam