La final continental 47, hace que nuevamente se hable de la gesta uruguaya ante el local de 1950, que por primera vez estará enfrentando a brasileños y argentinos en una definición en ese estadio.
Por Héctor Roberto Laurada
El «Maracanazo» que registró Uruguay para la historia en el partido decisivo del Mundial de 1950 que le ganó por 2 a 1 a Brasil en el mítico estadio carioca con el gol de la victoria de Alcides Gigghia sobre el final ocurrió un 16 de julio de ese año, y el autor de ese tanto falleció exactamente ese mismo día 65 años después.
La aureola que rodea aquel partido fue y sigue siendo una mácula en la prolífica historia futbolística de un país como Brasil que es el máximo ganador de campeonatos con cinco títulos, y sus duendes y fantasmas vuelven cada vez que una competencia se define en el Maracaná.
Por eso en estos días se vuelve a hablar del «Maracanazo» ante la inminencia de la final de esta 47ma. Copa América que por primera vez estará enfrentando a argentinos y brasileños en una definición en ese estadio.
Pero esta referencia semántica no presupone, para las nuevas generaciones, un recuerdo preciso de cómo y por qué se calificó así a un Mundial que Brasil tenía «en el bolsillo» y Uruguay se lo terminó arrebatando en un estadio Maracaná reconocido por los locales jactanciosamente como «o mais grande do mundo», aunque esa afirmación no estaba para nada alejada de la realidad, ya que ese encuentro se jugó ante 200.000 espectadores.
Y si bien ese encuentro no fue una final porque el formato de disputa de los campeonatos del mundo era otro, sino que fue el último de un cuadrangular definitorio del que también tomaron parte España y Suecia, el hecho de que Brasil llegara con cuatro puntos (en ese tiempo no se daban los tres por victoria) y Uruguay con tres, sumado a la localía y al andar avasallante, goleando en todos sus partidos, ponían al «scracht» de cara al título.
Y si bien Uruguay era por entonces un seleccionado con mucha más historia que el brasileño, puesto que a mediados del Siglo XX ya había ganado el Mundial de 1930, más dos medallas de oro olímpicas y ocho campeonatos sudamericanos (hoy Copa América), la posibilidad de que Brasil sumara su primer título ecuménico se daba prácticamente por descontado.
Por eso los diarios brasileños ya tenían sus tapas preparadas desde varios días antes, mientras que los organizadores de los multitudinarios carnavales cariocas ya habían organizado otro de similar estructura en el cálido invierno de Río de Janeiro. Inclusive las autoridades nacionales habían acuñado monedas con los nombres de cada uno de los futbolistas de su selección.
Era tanto el favoritismo de los brasileños que hasta los miembros de la embajada uruguaya en Río de Janeiro se acercaron a los futbolistas de su seleccionado con un pedido que era casi un ruego: «por favor, que la derrota sea digna».
Y todo este ambiente había convencido al propio presidente de la FIFA, el francés Jules Rimet (el trofeo después llevaría su nombre y con su tercer título se lo quedó Brasil en 1970), de que el local ganaría el título y preparó su discurso de premiación en consecuencia, sin un «plan B» por si ganaban los uruguayos.
Los únicos que creían en una victoria «charrúa» eran los 11 futbolistas uruguayos que salieron a la cancha, ya que hasta el propio entrenador, Juan López Fontana, les pidió en la charla técnica que jugaran «defensivamente, para evitar una goleada».
Después que Fontana los dejó solos, apareció un hombre que se convirtió en leyenda desde aquel día, el capitán Obdulio Varela, el «Negro Jefe», quien convenció a sus compañeros de que la verdadera goleada llegaría si salían a defenderse, y después de eso, cuando estaban a punto de salir al campo de juego y la multitud rugiente amedrentaba al más pintado, enarboló su frase épica: «los de afuera son de palo».
Pero parecía que ninguna arenga iba a servir porque a los dos minutos ya ganaba Brasil con gol de Friaca, aunque esos uruguayos que vestían con orgullo la «celeste» no se arredraron y apenas superados los 20 igualó Juan «Pepe» Schiaffino con una asistencia de Alcídes Gigghia, que amagó pegarle al arco entrando por derecha y lo habilitó para dejar a su compañero de cara al arco.
El empate igual le daba el campeonato a Brasil por un punto de ventaja, pero restando 10 minutos para finalizar el encuentro se repitió la misma jugada, pero esta vez Gigghia hizo al revés: amagó pasar la pelota y remató al primer palo, desconcertando al arquero Barbosa (ese error lo padecería de por vida, porque los brasileños nunca se lo perdonaron). La pelota entró rozando el poste izquierdo.
Los 200.000 brasileños enmudecieron y ya no volverían a levantar la voz. El final los inundó con un mar de lágrimas y Rimet le entregó a Copa del Mundo a Varela escondido en la manga de acceso a los vestuarios.
El «Negro Jefe» salió horas más tarde a caminar por las calles de Río, se metió en un bar y consoló a los parroquianos que ahogaban sus penas con vino. Nadie lo reconoció. «Me dio mucha lástima verlos llorar así», reconoció tiempo después. Cuando gloria, mito y leyenda eran las tres palabras que lo definían.
Quizá un título de Argentina el próximo sábado en un Maracaná vacío por la pandemia, todo lo contrario a aquel, no sea lo mismo. Pero seguramente la denominación puede ser la misma para la prensa. No será un Mundial, sino una Copa América, pero la más importante de la historia. Y si no es un «Maracanazo», para los argentinos al menos, simbólicamente será un inolvidable «Messicanazo».