La radio era la «cancha». Los secuestrados por la guerrilla de las FARC, militares y políticos, elegían en qué «tribuna» ubicarse. Iban con sus cadenas de presos. El coronel Enrique Murillo se enteró que Alan Jara, gobernador de Meta, recién arribado, era de Millonarios, como él. Lo invitó a ir a la tribuna occidental. Unos se imaginaban que estaban en El Campín, otros en el Pascual Guerrero o en el Atanasio Girardot. Cuando jugaba Colombia el «estadio» era el Metropolitano de Barranquilla. Los presos cantaban el himno. Bajito, porque los captores temían que el ruido pudiera ser detectado por radares militares. Al cabo Robinson Salcedo Guarín apenas se le permitió agitar la bandera que había armado con trapos amarillos, azules y rojos. Jara aprendió así «una de las mejores e inolvidables lecciones de la selva: ver fútbol por radio». El y sus compañeros sentían que así «le robaban noventa minutos al secuestro». Los sobrevivientes del conflicto armado de más de medio siglo y de cerca de un millón de muertes y al que Colombia busca poner fin, sufrieron secuestros que, en algunos casos, duraron más de doce años. Para ellos, esos partidos que trasmitía la radio, fueron, como dice el título de un libro reciente, «90 minutos de libertad».
Cuando cruzaba ríos, desplazado de un campo de concentración a otro, Jara levantaba su cadena del cuello con una mano y con la otra la radio. Cuidaba la Sony a dos bandas como a un hijo. Para ahorrar pilas, él mismo hacía de megáfono contándole las novedades de sus equipos a sus compañeros que estaban encadenados a los árboles. Lideraba la colección para el álbum. Las «figuritas» eran los nombres de todos los jugadores que anotaba en un viejo cuaderno que llamaba «la computadora». Había sido detenido en 2001, un día después de celebrar el triunfo ante Ecuador en la Copa América que se jugaba en Colombia. Caminó ocho días hasta su prisión. Fue recibido con gritos eufóricos. Víctor Aristizábal acababa de anotar en el triunfo en semifinales 2-0 ante Honduras. «90 Minutos de Libertad», libro flamante del periodista Ricardo Henao Calderón, cuenta que Oscar Tulio Lizcano, el docente y diputado conservador que perdió 60 kilos en ocho años de cautiverio e incomunicación, «celebró» con los árboles de la oscura selva chocoana, sus «alumnos», el triunfo de su amado Once Caldas ante Boca por penales en la final de la Libertadores de 2004. Conocía de memoria el movimiento de las ramas de esas palmas gigantescas, cuyas copas chocaban entre sí e impedían ver el cielo. El policía Jorge Trujillo jugó fútbol en un campeonato de cautivos en Caquetá. Dos canchas de 9 por 12 metros. Cinco jugadores-policías por equipo. Todo cambió cuando falló su intento de escape del campo de concentración. Caminó 250 kilómetros hasta que lo recapturaron. Cadena y candado. Su cautiverio duró doce años y nueve meses.
El general Luis Mendieta cambiaba cigarrillos con sus captores a cambio de esponjas de cocina. Con las hebras armaba un alambre fino de hasta 25 metros, ataba una punta a una piedra y lo tiraba a la copa más alta posible, pero sin que se enredara, porque debía hacer polo a tierra: la antena perfecta. El volumen podía subir si jugaba Colombia. De noche, cuando debía guardarse silencio, los goles se comunicaban de preso en preso. Prohibir la radio era uno de los peores castigos. «Gooool, hijueputa, goooool», gritó un día el coronel Enrique Murillo. Sus compañeros le rogaron que bajara la voz, pero siguió. «Gooool del Ejército de Colombia». Festejaba la liberación de Ingrid Betancourt. El grupo quedó tres años sin radio. El sargento Luis Arturo Arcia negoció lo que pudo para que sus captores le pasaron información sobre su querido Santa Fe. En el campo de concentración de Calamar había celebrado hasta abrazándose con sus captores el gol de su ídolo Leider Preciado ante Túnez en el Mundial 98. Conocía a muchos de ellos desde que eran niños y ya tenían fusil. Les regalaba los célebres bordados que hacía de los escudos de sus equipos. Negoció lo que pudo para conseguir hilo rojo y poder hacer el suyo del Santa Fe.
La radio no gritaba sólo goles. Por Caracol, el periodista Herbin Hoyos Medina trasmitía todas las noches «Las voces del secuestro». Su propio secuestro le hizo ver la necesidad. Eran mensajes de familiares y amigos a los secuestrados. «Parecía una botella al mar». Hasta que una noche se presentó un recién liberado y contó que esos mensajes lo rescataron de cuatro intentos de suicidio. Antonio José Caballero creó por RCN «Noches de libertad», con una sección de fútbol específicamente dirigida a los secuestrados. Las víctimas se enteraban de equipos enteros que pedían por su libertad en las camisetas y en pancartas. Arcia se emocionaba escuchando los saludos que le mandaban jugadores del Santa Fe y de la selección. Jara recuerda aún hoy con cariño los saludos del relator Paché Andrade desde El Campín. Liberados, fueron ovacionados en los estadios. Arcia viajó en bus al Campín con el plantel de Santa Fe. El estadio lo recibió coreando su nombre y con un aplauso interminable. A Jara lo recibió otra gran ovación y Gerardo Bedoya, capitán de Millonarios. Una tarde fue al Campín junto con Mendieta y Murillo, compañeros de prisión. El estadio dejó de ser una radio.
«En Portazarán teníamos finca, caballos y río para jugar. Plantábamos plátano, yuca, todo. Hasta que nos ‘desplazaron’. Llegamos sin nada a Medellín. Mi papá se hizo albañil. Yo buscaba juguetes en el basural de Moravia». El relato de Didier Zapata, conductor del automóvil en mi reciente estadía en Medellín, puede ser el de tantos otros. Porque los 52 años de conflicto armado, cuenta María Jimena Duzan en Semana, pueden sumar un millón de muertos. Al número «más alto de desaparecidos de América Latina». El historial, que incluye candidatos a presidentes asesinados, atrocidades de guerrilla y de paramilitarismo, mujeres violadas, niños explotados, despojo de tierras y de bienes, el exterminio de un partido de exguerrilleros que habían decidido pasar a la política, un Estado cómplice y los narcos que infiltraron todo, cuenta el drama de los seis millones de «desplazados». Como Oscar Figueroa, el pesista que ganó oro en los Juegos de Río. Y como mi amigo Didier, que pensaba votar por el No, pero habló con su familia, reflexionó y, me dice, votará finalmente por el «Sí a la paz» en el plebiscito de este domingo. «Juré matarlos cuando tenía nueve años», le dice Sebastián Arismendi a los guerrilleros de las FARC asesinos de su padre diputado. Terminaron rezando juntos. Algunas escenas son conmovedoras, como la de la exguerrillera que pide perdón vendada en un pañal de su hijo y recibe abrazos de gente que no conoce. «Porque los hijos de los ricos no van a la guerra», dice un joven en una asamblea en Buenaventura. En otro canal (Cristovisión) aparece Alvaro Uribe hablando con el sacerdote Ramón Zambrano. «Esto -se enoja el expresidente- no es reconciliación, es indignación».
En la sede de Los del Sur, la barra del Atlético Nacional, que hace acuerdos con la Alcaldía de Medellín para dar talleres de convivencia en las escuelas, Raúl Martínez, arquitecto y sociólogo, me avisa sobre la bandera gigantesca que, finalmente, apareció el sábado pasado en el estadio Atanasio Girardot. «Sí a la Paz». «No se puede respetar el pensamiento del otro -dice el comunicado-.cuando creemos que la verdad habla por nuestra boca, porque entonces el pensamiento del otro sólo puede ser error o mala fé». Es una cita de Estanislao Zuleta en «Elogio de la dificultad». Una bandera similar habían exhibido días antes en el Girardot los de Antifa Medallo, hinchas antifascistas del Deportivo Independiente Medellín (DIM). El hijo del presidente Juan Manuel Santos, que estaba en el estadio, la reprodujo en la red. «Creemos más que nunca -escribieron- que el fútbol tiene un capital movilizador que puede acarrear cambios sociales, políticos y culturales». «Colombia es paz, deporte y amor, y que lo sepa el mundo», afirma en su regreso el ciclista Nairo Quintana, tras coronarse campeón de la Vuelta de España. El periodista John Carlin le pide en el diario El País, de Madrid, a James Rodríguez, el crack de Real Madrid, que copie a Quintana. Que defina «si es un cobarde o un valiente». Logra que partidarios del Sí y del No se unan para insultarlo. Colombia vota el domingo. Hace bien. «Ay de la humanidad -dijo Elie Wiesel al cerrar un Foro en 1998 en París- si quiere que la protección de su memoria esté a cargo de los muertos, y no de los vivos».