Tanto repite Jorge Sampaoli que la selección es el equipo de Lionel Messi que el capitán parece decidido a dar un paso más. Nadie lo esperaba en el vestuario visitante del Wanda Metropolitano cuando terminó el primer tiempo ante España y él se apareció con ropa de suplente. Había seguido el desarrollo en un palco, al lado de Manuel Lanzini, lesionado como él. Lo que el entrenador planeó que ocurriera sobre el césped se daba en la zona alta del estadio: la sociedad Messi-Lanzini, un proyecto que continuará cuando el Mundial esté a días de iniciarse. Pero no pensaba en eso el rosarino cuando bajó las escaleras y enfiló hacia la puerta blanca.

Fue impresionante», dice ante LA NACION una persona que lo vio entrar. «Nos sorprendió a todos», cuenta otra. El vestuario es un lugar sagrado para los futbolistas: lo que pasa allí, allí queda. Por eso, más que los mínimos detalles, lo que se pudo reconstruir fue la composición de lugar: las fuentes describen a Messi como el dueño de un momento crítico. «Habló el capitán», interviene otro testigo. ¿Qué dijo? Su mensaje se centró en la parte positiva de lo que había observado: que siguieran jugando juntos, sin separar las líneas porque que lo estaban haciendo bien así (la posesión en la primera parte fue equitativa); que tocaran la pelota porque eso es lo que a los españoles más les molesta: que los mediquen con su propia receta; que no se pusieran nerviosos con el toqueteo, que no perdieran concentración.

¿Y Sampaoli? Considera que lo que hizo Leo es lo que se espera de un capitán. No leyó la escena en clave de intromisión ni nada parecido. Era un momento de los jugadores, como él tuvo el suyo para hablar sobre los ajustes que creía había que hacer. El guion del segundo tiempo dejó la incógnita: o los jugadores no escucharon ni a Messi ni a Sampaoli o el plan trazado para intentar empatar (España ganaba solo 2-1 cuando volvieron a la cancha) fue el equivocado. En realidad, el técnico se fue del estadio sin poder entender el descalabro argentino en los 20 minutos siguientes, cuando se quemaron todos los papeles y los españoles fueron impiadosos.

Con el 6-1 brillando en los tres marcadores electrónicos del estadio y antes del final del partido, Messi volvió a bajar del palco, para ya no volver a ese asiento en el que no cabía: en un gol se lo vio arrumbado, tapándose la cabeza con los brazos. Decidió esperar a sus compañeros otra vez adentro del vestuario. Los vio llegar, las caras desencajadas por la paliza. Como la de Fabricio Bustos, el chico que penó toda la noche con Isco -autor de un triplete- y ahora tenía ganas de llorar. Con todos adentro, cambió el tono: ya no había soluciones inmediatas posibles porque el desastre de Madrid se había consumado. Su nuevo (y último) discurso fue una rápida arenga. Ante derrotas así, hay necesariamente un tiempo en el que lo mejor es hablar poco, interpretó: «Levanten la cabeza. Esto lo vamos a sacar adelante juntos», les dijo.

La paradoja vino después: afuera lo esperaban Piqué, Jordi Alba e Iniesta -sus verdugos por un día- para subirse los cuatro a un avión que los llevaría a Barcelona. Messi llevaba encima el peso de la derrota, igual que si hubiera jugado. «Está más comprometido que nunca», mira hacia adelante uno de los que lo escuchó. No es poco: todos en la intimidad saben que la selección, como nunca antes, le pertenece al capitán.

Con Leo ya en su casa, las que siguieron en el hábitat argentino fueron horas lógicamente tristes. «Perdimos 12 a 2», reflexionaba en la puerta del hotel Eurostars un exjugador de la selección, abrumado por los dos 6-1 del martes: el que pasaron por la tele y el que la Sub 20 recibió a la mañana del Castilla, el equipo filial del Real Madrid que dirige Santiago Solari. Ni el dato de que al rival de los sparrings argentinos lo reforzó Karim Benzema – autor de cuatro goles- le quitaba la amargura.

La mañana de la vuelta a casa fue larga y de gestos serios, más de dolor que bronca. Mientras pasaban por el lobby hacia los autos que los esperaban en la puerta, ninguno de los futbolistas quiso expresarse ante el puñado de enviados de los medios argentinos. No lo habían hecho en la zona mixta del estadio en la medianoche, cuando desfilaron con las mismas caras con las que amanecieron. La procesión, una vez más, les corre por dentro. Estaba fresco en la amplia vereda del hotel al momento en que un bus se estacionó para llevar a la delegación que debía abordar un vuelo hacia la Argentina. A él se subieron algunos integrantes del cuerpo técnico y dirigentes. Sampaoli y Tapia lo hicieron atravesando puertas laterales, lejos del alcance de los periodistas. La consigna era inequívoca: hoy nadie abre la boca. El técnico no llevaba ninguna valija: el anotador con las decenas de preguntas que le surgieron tras una noche de espanto ya había sido despachado.

Apesadumbrados por la cachetada, lo que más lamentaban los jugadores en las pequeñas conversaciones que tuvieron entre ellos era la imposibilidad de tener un partido para ofrecer una respuesta, una mini revancha. «Ni un entrenamiento siquiera», se lamentaba uno de ellos por lo bajo. Deberán volver a sus clubes -como Javier Mascherano, uno de los últimos en subirse a un auto camino del aeropuerto de Barajas para viajar a China-, a lidiar con la herida hasta que cicatrice. A esperar una nueva oportunidad, si es que a todos les llega. Con el Mundial a la vuelta de la esquina, una porción interesante de los 27 que participaron de la gira convivirán ahora con la incertidumbre de si llegarán a Rusia. Allí donde, cuándo no, la selección volverá a encomendarse a Messi.