Fue el gran Mundial del «10», por supuesto, pero también fue el gran Mundial de Carlos Salvador Bilardo y de unos cuantos jugadores capitales para apuntalar la estrategia y facilitar el sublime despliegue del genio en su salsa.
Por Walter Vargas

La gesta de México ’86 supone una de las más luminosas de la historia del deporte argentino propiamente dicho, en la medida que reunió una gama de matices virtuosos cuya suprema expresión, Diego Armando Maradona, se corresponde con la impronta que sólo pudo haber sellado el guionista más ingenioso.

Fue el gran Mundial del «10», por supuesto, pero también fue el gran Mundial de Carlos Salvador Bilardo y de unos cuantos jugadores capitales para apuntalar la estrategia y facilitar el sublime despliegue del genio en su salsa.

Y fue, por cierto, el Mundial de Julio Grondona, en la medida que tuvo espaldas de sobra y convicción como para dar un simbólico puñetazo sobre la mesa y sostener variopintas presiones que, además de un sector de la prensa especializada, emanaban de los dominios del mismísimo presidente Raúl Alfonsín y en equis momento convirtieron a Bilardo en un denostado entrenador con los días contados.

El rendimiento de la Selección, ciertamente, no había ayudado a disipar los fantasmas: fueron años de experimentación copiosa y un brumoso ensamble que derivó en una clasificación descolorida, sufrida y agónica.

De hecho, tres de los principales protagonistas del partido con Perú en el Monumental no jugaron en México: Ubaldo Matildo Fillol con un par de atajadas clave, y Daniel Passarella y Ricardo Gareca en la providencial sociedad que rubricó el 2-2 determinante.

Lo de Passarella, su presencia en el plantel y su ausencia en las canchas, permanece en el revoltijo del cajón donde conviven las anécdotas y las leyendas y, según parece, ahí quedará por siempre jamás.

Lo mismo da: en todo caso, Passarella tendrá el privilegio de constar en los dos planteles argentinos ganadores de la Copa del Mundo, y José Luis Brown, el «Tata», que en 2019 partió al infinito cósmico, de haber representado una verdadera gema del héroe accidental.

Podría decirse que partido a partido se cumplió el apotegma de que todo buen equipo se arma de atrás para adelante, y también, en clave de sabiduría coloquial de Raúl Scalabrini Ortiz, que «en el camino se acomodan los melones».

De la formación del debut con Corea del Sur salió para siempre Néstor Clausen, después del segundo partido, con Italia, quedó al margen Claudio Borghi, a la vez que perdió terreno Oscar Garré e incluso Pedro Pablo Pasculli aun cuando en octavos de final anotó el gol decisivo con Uruguay.

La Selección se recibió de equipo con Uruguay de aspirante al título con Inglaterra, de la mano «de Dios» y del botín zurdo del prestidigitador de Villa Fiorito con «la jugada de todos los tiempos»
El embudo defensivo, un gran Sergio Batista como número 5 de manual, Ricardo Giusti en la solidaria contribución del amigo de todos, el ida y vuelta de José Luis Cucciufo y Julio Olarticoechea en el bilardiano rol de «laterales volantes» y el dinamismo de un sorprendente Héctor Enrique (el último llegado a la fiesta de la convocatoria) expandieron una solidez colectiva que hubiera resultado insuficiente sin altas dosis de dos miembros del Club de la Ductilidad y del Gran Hacedor.

Por saber: el desmarque fecundo de Jorge Valdano (siempre bien perfilado, presto a tocar, descargar y llegar al área a la hora señalada) y la generosa caja de herramientas de Jorge Burruchaga, que se inició como 4, siguió como 5, alternó como 8 y por aquellos días ya era un todo campista pleno: hacía de todo un poco y todo bien.

En el arco Nery Pumpido, lejos del perfil del arquero gana partidos y cómodo en la ropa de quien es capaz de estrechar al máximo el margen de error y brindar seguridad a sus compañeros.

Y Maradona, tomando las cosas donde las dejaba la solvencia colectiva y ofrendando las mejores respuestas a las preguntas imposibles de responder incluso por grandes futbolistas.

A Bélgica se le había ganado sin apremios, en buena medida por el descomunal envión de un duelo de cuartos de final con aureola de una copa en sí misma y, claro, gracias a un Maradona ya trepado al cielo de su cielo
La Selección se recibió de equipo con Uruguay de aspirante al título con Inglaterra, de la mano «de Dios» y del botín zurdo del prestidigitador de Villa Fiorito con «la jugada de todos los tiempos» (Víctor Hugo dixit).

Entretanto, los planetas se alinearon: eliminado Inglaterra, la llave propia se despejó y de la otra se encargó Francia para dejar en el camino a Italia y Brasil y caer sólo con las locomotoras alemanas.

A Bélgica se le había ganado sin apremios, en buena medida por el descomunal envión de un duelo de cuartos de final con aureola de una copa en sí misma y, claro, gracias a un Maradona ya trepado al cielo de su cielo.

De la final ganada hace 35 años en el Estadio Azteca han corrido ríos de tinta y sin embargo persiste la ventana abierta a una pregunta que no por carecer de respuesta renunciará a su sentido: ¿hubo algo de destino escrito en el hecho de que el tercer gol argentino llegara por un magistral pase de Maradona cuando Karl-Heinz Rummenigge ya había hecho daños significativos y había olor a remontada.

Era el Mundial de Argentina allende la tierra propia, era el Mundial del Bilardo Gran DT y era el Mundial del Maradona que puesto en la máquina de la aritmética retrospectiva tocó 62 pelotas por partido, recibió un promedio de 7.4 infracciones
Jamás lo sabremos, pero admitamos que la creencia en un guiño astral, o del orden que fuere, nos invita a esa poética de la predestinación sin la cual los acontecimientos del deporte perderían sustancia y sabor.

Era el Mundial de Argentina allende la tierra propia, era el Mundial del Bilardo Gran DT y era el Mundial del Maradona que puesto en la máquina de la aritmética retrospectiva tocó 62 pelotas por partido, recibió un promedio de 7.4 infracciones, buscó el arco rival 49 veces, hizo cinco goles y sirvió a Burruchaga la corrida última, definitiva y gloriosa.

A despecho de que no hay números ni palabras que sepan contener semejante grandeza, memorar México ’86 es justo, debido y reparador: albicelestes y felices días, redondos como una pelota número 5.